jueves, 2 de agosto de 2012

Don Atilano, por Ramón García Mateos

Antón Castro ha publicado en su blog el cuento "Don Atilano", de Ramón García Mateos, perteneciente al libro Baza de copas. Ajuste de Cuentas editado por Edhasa/Castalia. Este obra ha sido galardonada con el Premio Tiflos de Cuento 2012

Compartimos aquí un fragmento del mismo: 

Don Atilano era maestro nacional en Ariza, a la orilla izquierda del Jalón, en las tierras aragonesas que abren la puerta soriana de Castilla. Don Atilano, en realidad, no parecía don Atilano. Sus apenas treinta años y aquel aire ensimismado y ajeno, siempre fuera del mundo, alejado de la vida social que se le suponía al señor maestro, le imprimían un halo de poeta tísico y neorromántico. Desde que llegó, al final del verano, cuando las eras estaban ya barridas y se hacían los preparativos para la inminente vendimia, estuvo de patrona con la señora Eloína, la vieja sacristana que tradicionalmente recibía en su casa a los funcionarios interinos, o sustitutos, de paso por el pueblo. Su vida se repartía entre la espaciosa y lóbrega habitación con alcoba donde su maltrecho baúl de viaje —heredado del tío Antón, que lo había recibido como dote al ingresar en la Guardia Civil— esperaba nuevos horizontes; el viejo edificio de las Escuelas Nacionales, gemelo de otros muchos de cuando la dictadura de Primo de Rivera; y los largos paseos, siempre en soledad, por los alrededores de Ariza, hasta más allá de la ermita de la Virgen del Amparo, donde, sentado en un berrueco, se pasaba las horas contemplando impasible el horizonte. No es de extrañar, pues, que creciera a su alrededor el murmullo y la maledicencia. Don Atilano no frecuentaba la tertulia del casino, punto de encuentro de las autoridades locales, las fuerzas vivas que decían, ni tenía tampoco demasiado trato con sus compañeros maestros: doña María Luisa, una solterona con aire de lesbiana; doña Cruz, casi al borde de la jubilación; y don Argimiro, el maestro, así, sin adjetivos, el maestro de Ariza. No, nunca tuvo don Atilano cercanía alguna con sus colegas de magisterio. Y la verdad es que la vocación que creyó tener un día se fue diluyendo, poco a poco, en los sucesivos destinos, en las repetidas escuelas, en los diferentes pueblos, siempre distintos, siempre los mismos, monótonamente distintos, desesperadamente iguales. (Seguir leyendo en el blog de Antón Castro). 

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